La tendencia a poner en valor las modas pretéritas es algo que causa furor en internet. La nostalgia invade las redes sociales y de ellas da el salto a la vida real, encumbrando objetos, estilos, gustos, músicas o hábitos procedentes de algún lugar de la memoria colectiva. A la música de los años 80, las cintas de casete, las máquinas recreativas y la serie ‘Friends’ se une ahora un estilo arquitectónico amado por muchos y detestado por otros tantos.
Fue el mismísimo Le Corbursier quien acuñara —allá por la década de 1950— el término béton brut, que más tarde se transformaría en “brutalismo” de la mano del crítico de arquitectura Reyner Banham. El concepto que subyace tras ese nombre generó un movimiento moderno basado en edificar sin adornos, con hormigón desnudo (u otros materiales, siempre que queden a la vista) y en grandes dimensiones con elementos enormes.
El brutalismo nació de la mano de las utopías sociales propias de aquélla época, aunque tuvo acogida y desarrollo a ambos lados del Telón de Acero durante las dos décadas siguientes. Posteriormente, en tiempos más cercanos a la actualidad, numerosos diseñadores trabajaron para que este estilo arquitectónico perviviera, aunque muchos de los edificios insignia del movimiento cayeron en el olvido o incluso fueron abandonados y finalmente derribados.
Y precisamente cuando el brutalismo tan solo se asociaba a los ambientes más fríos y decadentes de los países de la esfera soviética —así como a los barrios más humildes y anticuados de occidente—, surgió de la nada en las redes sociales una corriente de opinión para rescatarlo del olvido y prestarle la atención que merece. Sus nuevos seguidores alzan su voz con hashtags como #SOSBrutalism o #BrutalMonday, además de inundar sus muros y timelines con innumerables fotos de edificios representativos.
Entre las construcciones más icónicas de Latinoamérica se encuentran la embajada de Rusia en La Habana (Cuba) o la Biblioteca Nacional Mariano Moreno de Buenos Aires (Argentina). La zona de los Balcanes, en Europa, también alberga un número casi incalculable de edificios brutalistas. Tanto es así, que el Moma de Nueva York exhibe desde el pasado mes de julio una exposición titulada ‘Hacia una utopía de hormigón’, centrada en la arquitectura de la desaparecida República Federativa Socialista de Yugoslavia.
La prestigiosa editorial Phaidon acaba de sacar a la luz un libro titulado ‘Atlas de la arquitectura brutalista’ en el que recoge el uso del hormigón a lo ancho y amplio del planeta Tierra. No es la única obra en este sentido. En 2016 fueron publicados ‘This is brutal world’ de Peter Chadwick (también por Phaidon) y ‘Concepto hormigón: Edificios brutales alrededor del mundo’ de Christopher Beanland (por la editorial Frances Lincoln).
En España también abunda el brutalismo, ya que se trata de un tipo de arquitectura favorecida por los climas templados con tradición constructiva de materiales áridos. Entre nuestros ejemplos más representativos se encuentran el famoso edificio Torres Blancas, la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, la Torre de Valencia, la iglesia Nuestra Señora del Rosario de Filipinas y la Torre del Complejo Cuzco, todos ellos en Madrid. Fuera de la capital, Barcelona alberga algunos ejemplos obra del arquitecto Ricardo Bofill (Walden 7 y La Fábrica) y en la carretera de Valencia a la altura del municipio de Alarcón se pueden observar las ruinas de lo que fue el Hotel Claridge.
Casi ningún país escapa a este tipo de construcción. Desde la precursora Unidad Habitacional 67 de Le Corbusier en Marsella (Francia) hasta la Biblioteca Geisel de la Universidad de California en La Jolla, San Diego (EEUU), pasando por el Park Hill de Sheffiel (Reino Unido) o el Monumento Buzludja (Bulgaria). Ningún otro movimiento simboliza lo anguloso, repetitivo y geométrico como el brutalismo. Nunca está de más recordar que se trata de un estilo nacido del lejano proceso de decadencia urbana que tuvo lugar tras la terrible Segunda Guerra Mundial.
El renacer del brutalismo
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