Muchos artistas tocan techo en la veintena y a partir de ahí sufren una paulatina e inexorable decadencia. En el mejor de los casos, este descenso puede ser tan progresivo que se prolongue durante años hasta la senectud y, de este modo, consagrarse como uno de los grandes en su campo. Lo de Frank Lloyd Wright -quizá el arquitecto más reconocido e importante en Estados Unidos- fue diferente. Nunca decayó. Más bien, al contrario, no dejó de crecer jamás.
Su carrera experimentó tal progresión que con más de 70 años proyectó sus dos obras más famosas y reconocidas. Pero yendo más allá del Museo Guggenheim de Nueva York y la célebre Casa de la Cascada, Lloyd Wright había bocetado más de un millar de obras –cerca de la mitad materializadas- cuando falleció con casi 92 años. Sus cifras casi asustan.
Para recordar su impresionante e inalcanzable trayectoria, a principios de junio se iniciaron los actos conmemorativos de su 150 aniversario. ¿A dónde hubiera llegado el icónico arquitecto si la parca no le hubiera echado freno? ¿De qué nuevos proyectos podríamos disfrutar si el estadounidense hubiera vivido y trabajado hasta nuestros días? Jamás lo sabremos, no obstante, es difícil concebir a un Frank Lloyd Wright rindiéndose y haciéndose a un lado. También resulta complicado imaginarle decadente: nunca lo fue, ni siguiera cuando se acercaba su final.
Pero vayamos al principio. Todo comenzó con un pastor galés emigrando a EEUU por una complicada situación política. Su hija, Anna, madre a su vez del arquitecto más importante del país de las barras y estrellas, fue la primera en apostar decididamente por el joven Frank. Desde que vio la luz el 8 de junio de 1867 en una localidad de Wisconsin, el genio estuvo rodeado por bellas imágenes de catedrales del viejo continente. ¿Cuánto influyeron aquéllos grabados decorativos en la mente del genial creador? Quizá el efecto fue el contrario al que se buscaba, ya que siempre defendió una arquitectura genuina norteamericana, emancipada de la europea.
Su gran inspiración fue, sin duda, la naturaleza; y su motor, la ambición. Su formación corrió de la mano de Louis Sullivan –creador en parte de la corriente de arquitectura moderna-, quien le acogió con 19 años, después de abandonar la escuela de ingeniería. Así arrancó su vida en Chicago, la verdadera ciudad de los rascacielos y fuente de inspiración para cualquier aprendiz de arquitecto.
Al joven Lloyd Wright le sucedieron cosas, muchas cosas: se casó, tuvo seis hijos, se endeudó y, como todo gran creador, rompió con su mentor para comenzar a caminar solo. De todas esas experiencias vitales nacieron las viviendas integradas en el entorno, los techos bajos, las residencias horizontales, lo fluido y lo orgánico… La Robin House, el Prairie Style.
Después vendrían sus decisiones más extravagantes en lo privado, pero más admiradas en el terreno de la creación y la arquitectura. Con cuarenta años dejó a su familia en Estados Unidos y se fue a vivir con una conocida cliente que, por cierto, tuvo la deferencia de fallecer en el incendio-asesinato de la Taliesin House de Wisconsin, casa-taller del prolífico arquitecto.
Luego vino Japón. O mejor dicho, Frank visitó el País del Sol Naciente en busca de inspiración y nuevos horizontes. Dicen sus allegados que creció su petulancia. De nuevo, tampoco lo sabemos si es cierto. Lo que sí sucedió es que Lloyd Wright comenzó a vivir la utopía y se volvió (al menos) bastante irreverente. Allí dejó obras tamañas como el Hotel Imperial de Tokyo.
Recordando al mito de la cultura norteamericana
Su obra continuó expandiéndose, como hemos dicho, hasta el día de su muerte en abril de 1959. Sus enemigos –que no eran pocos- querrán quedarse con que se casó y divorció varias veces, y que era arrogante, eso sí. Pero sus admiradores (cuya cifra no para de crecer, incluso entre las nuevas generaciones de estudiantes y arquitectos) se centrarán en sus grandes trabajos y en sus sueños democráticos. Como la Broadacre City, un concepto nuevo de ciudad, con la que Wright quería respetar el medio ambiente y con la que anhelaba que cada familia americana dispusiera de un acre de tierra. Siempre deseó que su arquitectura fuera para todos.
Estos días se le ha conmemorado con multitud de homenajes, artículos, charlas y exposiciones. El MoMa ha sacado sus archivos para que el gran público disfrute de ellos y se inspire con la genialidad de Lloyd Wright. Y su amado Guggenheim ha sido recreado con piezas de Lego. Las redes sociales bullen con dibujos, muebles, fotografías, vídeos e incluso planos de edificios diseñados por el inteligente y sarcástico arquitecto, pero nunca realizados.
De entre todos esos proyectos inacabados destaca El Illinois, un rascacielos que doblaría en altura al actual edificio más alto del mundo, el Burj Khalifa de Dubái. Con más de 1.600 metros de altura, el Mile-High Illinois albergaría una población de 100.000 personas, contaría con cien helipuertos y más de 15.000 plazas de aparcamiento. Más que un proyecto, se trata de un ejemplo. Simplemente así pensaba, así creaba y así era Frank Lloyd Wright.